Si el trabajo es el principal organizador social, el desempleo es el principal desestabilizador. Hoy, más de la mitad de la población mundial activa trabaja desorganizadamente. Sin embargo, hay futuro, pero solo si se reconoce que “el trabajo es cuidado y el cuidado es trabajo”. Veamos de qué se trata esta consigna impulsada a partir del magisterio del papa Francisco.
Cuando un salto tecnológico cualitativo elimina estructuralmente horas de trabajo, el caos político se convierte en la principal amenaza. De eso trata la crisis de representación. Por eso son necesarias nuevas formas de organización política, acordes al nuevo escenario. Sin trabajo, no hay posibilidad de conectar a las personas entre sí para que puedan organizarse institucionalmente. La organización solidaria de los trabajadores les permite participar en los procesos de toma de decisión sobre los modos de: producción, distribución y reinversión sustentable de la renta de manera sustentable. De ese modo, podrá garantizarse la dignidad humana y el acceso universal a los bienes. Luchar por la justicia sentados a la mesa de pares –como señala el papa Francisco en Querida Amazonia–, es algo muy distinto a reclamar solo una renta por comida. Para poder sentarse a la mesa del diálogo social, deben ser primero reconocidos como trabajadores; y el reconocimiento institucional es una consecuencia de la organización gremial y sindical.
El síntoma más agudo de la cara social de la crisis ecológica es la desigualdad entre trabajadores formales e informales; entre los que tienen empleo asalariado protegido con derechos laborales y sociales, y los que practican actividades laborales no reconocidas institucionalmente por el Estado. La nueva guerra es por el trabajo: guerra de pobres contra pobres.
El primer paso, para iniciar el proceso de transición justa que impulsa la OIT y el Vaticano, consiste en eliminar la desigualdad entre trabajadores, reconociendo toda actividad humana creativa laboral como trabajo. Esa actividad hoy se ve reducida a tareas de cuidado. De eso se ocupa hoy más de la mitad de la población mundial.
La solución a la desigualdad social entre trabajadores pasa por percibir culturalmente que “cuidado es trabajo-trabajo es cuidado”, y reconocerlo como tal desde el Estado para equiparar en protección social a todos los trabajadores, según consta en las Recomendaciones 202 y 204 de la OIT. Esta es la posición del informe final recientemente publicado por el programa internacional The future of work. Labor after Laudato si’, titulado: Work is care, de la ICMC (International Catholic Migration Commission), a cargo de Pierre Martinot Lagarde SJ, en estrecha relación con la OIT en la persona de Anna Biondi, y el Dicasterio de Desarrollo Humano Integral a través de Robert Vitillo.
El punto de partida del discernimiento social cristiano, sobre cuál es la acción justa situada, es la realidad de sufrimiento comunitario por explotación y descarte. Esta es la diferencia fundamental entre: los “principios sociales concretos” reconstituidos por los teólogos sociales y reconocidos como DSI; y los “principios éticos abstractos” puestos como universales por los economistas ortodoxos que postulan una justicia ideal a base de eficiencia y reingeniería del gasto público. Los principios sociales de la DSI, desde un comienzo: (1) intervienen en el discernimiento sobre la acción justa para hacer frente a la pobreza causada por el desempleo y la falta de protección social estatal; (2) emergen de la sapiencia popular entendida como saber adquirido por las organizaciones solidarias a partir de una “experiencia mística comunitaria” –como la llama el papa Francisco–; unirse para salvarse. Ese saber se traduce, según la ICMC, como convicción en las periferias de que: (1) “el trabajo es la actividad humana más significativa”; (2) “la relación entre capital y trabajo ha sido sobredimensionada”; (3) “la balanza inclinada hacia el capital genera gran desigualdad”.
Hay futuro para el trabajo. No estamos asistiendo al fin del trabajo, sino al fin de un modo de trabajo como empleo asalariado, en condiciones más o menos decentes y con garantías sociales, gracias a la organización de los trabajadores durante el siglo XIX y XX. Hay futuro porque las personas desempleadas siguen trabajando. Si sobreviven hasta el día siguiente, y no viven de la renta, trabajan. Eso significa que alguna labor económica hacen, aunque sin ningún tipo de protección social. Esa labor, que no es reconocida por el Estado, ni por la sociedad, como trabajo en términos legales, es trabajo. Por eso, el futuro del trabajo, después de Laudato si’, es reconocer como tal toda labor creativa.
Decir que hay futuro para los trabajadores, significa que todas las actividades laborales deben ser reconocidas como trabajo. Eso se traduce como: remuneración justa, garantías sociales dignas e iguales a las del resto de los trabajadores empleados formalmente, y salario complementario que cubra el faltante de ingresos hasta llegar al mínimo vital y móvil. Dicho de otro modo, no se trata de pensar creativamente nuevas actividades para los desempleados a cambio de una garantía básica universal sumado a políticas públicas asistencialistas. Es mucho más simple, se trata de reconocer como trabajo las actividades laborales ya existentes.
Las categorías tradicionales como empleo formal e informal deben ser revisadas. Los trabajos domésticos y los trabajos de la economía popular no son reconocidos, pero existen, y hasta se los llamó ‘esenciales’ durante la pandemia de la Covid-19. De ese modo, no solo quedan fuera de los beneficios sociales, sino que el capital acumulado que ellos producen, al no ser remunerado, tampoco es contabilizado en la cadena de valor que conforma el PBI nacional. En consecuencia, el presupuesto estatal destinado a su cuidado sanitario y educativo, no es percibido como inversión sino como gasto público.
La desestabilización tiene dos causas directas. La primera es la atomización del mundo del trabajo, es decir un aislamiento de los trabajadores –a causa del desempleo y el teletrabajo–, que impide la organización que lleva a tomar la decisión de unirse para convertir sus necesidades en derechos y realizar sus sueños sociales. En consecuencia, las organizaciones sindicales y políticas que surgían de esa experiencia de salvación comunitaria durante el siglo XX, pierden representatividad en el siglo XXI. Sin organización laboral el caos social es una amenaza cada vez más cercana, como también la de un nuevo orden político desequilibrado que ocupe el vacío que deja el movimiento obrero si este no reconoce nuevas formas de organizaciones inclusivas.
Teóloga. Profesora investigadora en la Universidad Católica Argentina (UCA), en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ). Consultora del CELAM (Conferencia Episcopal Latinoamericana) para el área de política y trabajo. Miembro del equipo de especialistas internacionales del Programa de la OIT: El futuro del Trabajo, y desarrolla su actividad en el CERAS de París.