Señor Presidente de la Conferencia Internacional del Trabajo,
Estimados Representantes de los Gobiernos, de las Organizaciones de empleadores y de trabajadores:
Agradezco al Director General, señor Guy Ryder, quien tan amablemente me ha invitado a presentar este mensaje en la Cumbre sobre el mundo del trabajo. Esta Conferencia se convoca en un momento crucial de la historia social y económica, que presenta graves y amplios desafíos para el mundo entero. En los últimos meses, la Organización Internacional del Trabajo, a través de sus informes periódicos, ha realizado una labor encomiable dedicando especial atención a nuestros hermanos y hermanas más vulnerables.
Durante la persistente crisis, deberíamos seguir ejerciendo un «especial cuidado» del bien común. Muchos de los trastornos posibles y previstos aún no se han manifestado, por lo tanto, se requerirán decisiones cuidadosas. La disminución de las horas de trabajo en los últimos años se ha traducido tanto en pérdidas de empleo como en una reducción de la jornada laboral de los que conservan su trabajo. Muchos servicios públicos, así como empresas, se han enfrentado a tremendas dificultades, algunos corriendo el riesgo de quiebra total o parcial. En todo el mundo, hemos observado una pérdida de empleo sin precedentes en 2020.
Con las prisas de volver a una mayor actividad económica al final de la amenaza del COVID-19, evitemos las pasadas fijaciones en el beneficio, el aislacionismo y el nacionalismo, el consumismo ciego y la negación de las claras evidencias que apuntan a la discriminación de nuestros hermanos y hermanas “desechables” en nuestra sociedad. Por el contrario, busquemos soluciones que nos ayuden a construir un nuevo futuro del trabajo fundado en condiciones laborales decentes y dignas, que provenga de una negociación colectiva, y que promueva el bien común, una base que hará del trabajo un componente esencial de nuestro cuidado de la sociedad y de la creación. En ese sentido, el trabajo es verdadera y esencialmente humano. De esto se trata, que sea humano.
Recordando el papel fundamental que desempeñan esta Organización y esta Conferencia como lugares privilegiados para el diálogo constructivo, estamos llamados a dar prioridad a nuestra respuesta hacia los trabajadores que se encuentran en los márgenes del mundo del trabajo y que todavía se ven afectados por la pandemia del COVID-19: los trabajadores poco cualificados, los jornaleros, los del sector informal, los trabajadores migrantes y refugiados, los que realizan lo que se suele denominar el “trabajo de las tres dimensiones”: peligroso, sucio y degradante, y así podemos seguir la lista.
Muchos migrantes y trabajadores vulnerables junto con sus familias, normalmente quedan excluidos del acceso a programas nacionales de promoción de la salud, prevención de enfermedades, tratamiento y atención, así como de los planes de protección financiera y de los servicios psicosociales. Es uno de los tantos casos de esta filosofía del descarte que nos hemos habituado a imponer en nuestras sociedades. Esta exclusión complica la detección temprana, la realización de pruebas, el diagnóstico, el rastreo de contactos y la búsqueda de atención médica por el COVID-19 para los refugiados y los migrantes y, por lo tanto, aumenta el riesgo de que se produzcan brotes entre esas poblaciones. Dichos brotes pueden no ser controlados o incluso ocultarse activamente, lo que constituye una amenaza adicional a la salud pública [1].
La falta de medidas de protección social frente al impacto del COVID-19 ha provocado un aumento de la pobreza, el desempleo, el subempleo, el incremento de la informalidad del trabajo, el retraso en la incorporación de los jóvenes al mercado laboral, que esto es muy grave, el aumento del trabajo infantil, más grave aún, la vulnerabilidad al tráfico de personas, la inseguridad alimentaria y una mayor exposición a la infección entre poblaciones como los enfermos y los ancianos. En este sentido, agradezco esta oportunidad para plantear algunas preocupaciones y observaciones clave.
En primer lugar, es misión esencial de la Iglesia apelar a todos a trabajar conjuntamente, con los gobiernos, las organizaciones multilaterales y la sociedad civil, para servir y cuidar el bien común y garantizar la participación de todos en este empeño. Nadie debería ser dejado de lado en un diálogo por el bien común, cuyo objetivo es, sobre todo, construir, consolidar la paz y la confianza entre todos. Los más vulnerables —los jóvenes, los migrantes, las comunidades indígenas, los pobres— no pueden ser dejados de lado en un diálogo que también debería reunir a gobiernos, empresarios y trabajadores. También es esencial que todas las confesiones y comunidades religiosas se comprometan juntas. La Iglesia tiene una larga experiencia en la participación en estos diálogos a través de sus comunidades locales, movimientos populares y organizaciones, y se ofrece al mundo como constructora de puentes para ayudar a crear las condiciones de este diálogo o, cuando sea apropiado, ayudar a facilitarlo. Estos diálogos por el bien común son esenciales para realizar un futuro solidario y sostenible de nuestra casa común y deberían tener lugar tanto a nivel comunitario como nacional e internacional. Y una de las características del verdadero diálogo es que quienes dialogan estén en el mismo nivel de derechos y deberes. No uno que tenga menos derechos o más derechos dialoga con uno que no los tiene. El mismo nivel de derechos y deberes garantiza así un diálogo serio.
En segundo lugar, también es esencial para la misión de la Iglesia garantizar que todos obtengan la protección que necesitan según sus vulnerabilidades: enfermedad, edad, discapacidades, desplazamiento, marginación o dependencia. Los sistemas de protección social, que a su vez se están enfrentando a importantes riesgos, necesitan ser apoyados y ampliados para asegurar el acceso a los servicios sanitarios, a la alimentación y a las necesidades humanas básicas. En tiempos de emergencia, como la pandemia de COVID-19, se requieren medidas especiales de asistencia. Una atención especial a la prestación integral y eficaz de asistencia a través de los servicios públicos también es importante. Los sistemas de protección social han sido llamados a afrontar muchos de los desafíos de la crisis, al mismo tiempo que sus puntos débiles se han hecho más evidentes. Por último, debe garantizarse la protección de los trabajadores y de los más vulnerables mediante el respeto de sus derechos esenciales, incluido el derecho de la sindicalización. O sea, sindicarse es un derecho. La crisis del COVID ya ha afectado a los más vulnerables y ellos no deberían verse afectados negativamente por las medidas para acelerar una recuperación que se centra únicamente en los marcadores económicos. O sea, aquí hace también falta una reforma del modo económico, una reforma a fondo de la economía. El modo de llevar adelante la economía tiene que ser diverso, también tiene que cambiar.
En este momento de reflexión, en el que tratamos de modelar nuestra acción futura y de dar forma a una agenda internacional post COVID-19, deberíamos prestar especial atención al peligro real de olvidar a los que han quedado atrás. Corren el riesgo de ser atacados por un virus peor aún del COVID-19: el de la indiferencia egoísta. O sea, una sociedad no puede progresar descartando, no puede progresar. Este virus se propaga al pensar que la vida es mejor si es mejor para mí, y que todo estará bien si está bien para mí, y así se comienza y se termina seleccionando a una persona en lugar de otra, descartando a los pobres, sacrificando a los dejados atrás en el llamado “altar del progreso”. Y es toda una dinámica elitaria, de constitución de nuevas élites a costa del descarte de mucha gente y de muchos pueblos.
Mirando al futuro, es fundamental que la Iglesia, y por tanto la acción de la Santa Sede con la Organización Internacional del Trabajo, apoye medidas que corrijan situaciones injustas o incorrectas que afectan a las relaciones laborales, haciéndolas completamente subyugadas a la idea de “exclusión”, o violando los derechos fundamentales de los trabajadores. Una amenaza la constituyen las teorías que consideran el beneficio y el consumo como elementos independientes o como variables autónomas de la vida económica, excluyendo a los trabajadores y determinando su desequilibrado estándar de vida: «Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida» (Evangelii gaudium, n. 53).
La actual pandemia nos ha recordado que no hay diferencias ni fronteras entre los que sufren. Todos somos frágiles y, al mismo tiempo, todos de gran valor. Ojalá nos estremezca profundamente lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Ha llegado el momento de eliminar las desigualdades, de curar la injusticia que está minando la salud de toda la familia humana. De frente a la Agenda de la Organización Internacional del Trabajo, debemos continuar como ya lo hicimos en 1931, cuando el Papa Pío XI, a raíz de la crisis de Wall Street y en medio de la “Gran Depresión”, denunció la asimetría entre trabajadores y empresarios como una flagrante injusticia que concedía al capital mano libre y disponibilidad. Decía así: «Durante mucho tiempo, en efecto, las riquezas o “capital” se atribuyeron demasiado a sí mismos. El capital reivindicaba para sí todo el rendimiento, la totalidad del producto, dejando al trabajador apenas lo necesario para reparar y restituir sus fuerzas» (Quadragesimo anno, n. 54). Incluso en esas circunstancias, la Iglesia promovió la posición de que la cantidad de remuneración por el trabajo realizado no sólo debe estar destinada a la satisfacción de las necesidades inmediatas y actuales de los trabajadores, sino también a abrir la capacidad de los trabajadores para salvaguardar los ahorros futuros de sus familias o las inversiones capaces de garantizar un margen de seguridad para el futuro.
Así pues, desde la primera sesión de la Conferencia Internacional, la Santa Sede apoya una regulación uniforme aplicable al trabajo en todos sus diferentes aspectos, como garantía para los trabajadores [2]. Su convicción es que el trabajo, y por lo tanto los trabajadores, pueden contar con garantías, apoyo y potenciación si se les protege del “juego” de la desregulación. Además, las normas jurídicas deben ser orientadas hacia la expansión del empleo, el trabajo decente y los derechos y deberes de la persona humana. Todos ellos son medios necesarios para su bienestar, para el desarrollo humano integral y para el bien común.
La Iglesia católica y la Organización Internacional del Trabajo, respondiendo a sus diferentes naturalezas y funciones, pueden seguir aplicando sus respectivas estrategias, pero también pueden seguir aprovechando las oportunidades que se presentan para colaborar en una amplia variedad de acciones relevantes.
Para promover esta acción común, es necesario entender correctamente el trabajo. El primer elemento para dicha comprensión nos llama a focalizar la atención necesaria en todas las formas de trabajo, incluyendo las formas de empleo no estándar. El trabajo va más allá de lo que tradicionalmente se ha conocido como “empleo formal”, y el Programa de Trabajo Decente debe incluir todas las formas de trabajo. La falta de protección social de los trabajadores de la economía informal y de sus familias los vuelve particularmente vulnerables a los choques, ya que no pueden contar con la protección que ofrecen los seguros sociales o los regímenes de asistencia social orientados a la pobreza. Las mujeres de la economía informal, incluidas las vendedoras ambulantes y las trabajadoras domésticas, sienten el impacto del COVID-19 bajo muchos aspectos: desde el aislamiento hasta la exposición extrema a riesgos para la salud. Al no disponer de guarderías accesibles, los hijos de estas trabajadoras están expuestos a un mayor riesgo para la salud, ya que las mujeres tienen que llevarlos a los lugares de trabajo o los dejan sin protección en sus hogares [3]. Por lo tanto, es muy necesario garantizar que la asistencia social llegue a la economía informal y preste especial atención a las necesidades particulares de las mujeres y de las niñas.
La pandemia nos recuerda que muchas mujeres de todo el mundo siguen llorando por la libertad, la justicia y la igualdad entre todas las personas humanas: «aunque hubo notables mejoras en el reconocimiento de los derechos de la mujer y en su participación en el espacio público, todavía hay mucho que avanzar en algunos países. No se terminan de erradicar costumbres inaceptables, destaco la vergonzosa violencia que a veces se ejerce sobre las mujeres, el maltrato familiar y distintas formas de esclavitud […] Pienso en […] la desigualdad del acceso a puestos de trabajo dignos y a los lugares donde se toman las decisiones» (Amoris laetitia, n. 54).
El segundo elemento para una correcta comprensión del trabajo: si el trabajo es una relación, entonces tiene que incorporar la dimensión del cuidado, porque ninguna relación puede sobrevivir sin cuidado. Aquí no nos referimos sólo al trabajo de cuidados: la pandemia nos recuerda su importancia fundamental, que quizá hayamos desatendido. El cuidado va más allá, debe ser una dimensión de todo trabajo. Un trabajo que no cuida, que destruye la creación, que pone en peligro la supervivencia de las generaciones futuras, no es respetuoso con la dignidad de los trabajadores y no puede considerarse decente. Por el contrario, un trabajo que cuida, contribuye a la restauración de la plena dignidad humana, contribuirá a asegurar un futuro sostenible a las generaciones futuras [4]. Y en esta dimensión del cuidado entran, en primer lugar, los trabajadores. O sea, una pregunta que podemos hacernos en lo cotidiano: ¿cómo una empresa, imaginemos, cuida a sus trabajadores?
Además de una correcta comprensión del trabajo, salir en mejores condiciones de la crisis actual requerirá el desarrollo de una cultura de la solidaridad, para contrastar con la cultura del descarte que está en la raíz de la desigualdad y que aflige al mundo. Para lograr este objetivo, habrá que valorar la aportación de todas aquellas culturas, como la indígena, la popular, que a menudo se consideran marginales, pero que mantienen viva la práctica de la solidaridad, que «expresa mucho más que algunos actos de generosidad esporádicos». Cada pueblo tiene su cultura, y creo que es el momento de liberarnos definitivamente de la herencia de la Ilustración, que llevaba la palabra cultura a un cierto tipo de formación intelectual o de pertenencia social. Cada pueblo tiene su cultura y debemos asumirla como es. «Es pensar y actuar en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio del dinero. […] La solidaridad, entendida en su sentido más hondo, es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos populares» (Fratelli tutti, n. 116).
Con estas palabras me dirijo a Ustedes, participantes de la 109 Conferencia Internacional del Trabajo, porque como actores institucionalizados del mundo del trabajo, tienen una gran oportunidad de influir en los procesos de cambio ya en marcha. Su responsabilidad es grande, pero aún es más grande el bien que pueden lograr. Por tanto, los nvito a responder al desafío al que nos enfrentamos. Los actores establecidos pueden contar con el legado de su historia, que sigue siendo un recurso de importancia fundamental, pero en esta fase histórica están llamados a permanecer abiertos al dinamismo de la sociedad y a promover la aparición e inclusión de actores menos tradicionales y más marginales, portadores de impulsos alternativos e innovadores.
Pido a los dirigentes políticos y a quienes trabajan en los gobiernos que se inspiren siempre en esa forma de amor que es la caridad política: «“un acto de caridad igualmente indispensable [es] el esfuerzo dirigido a organizar y estructurar la sociedad de modo que el prójimo no tenga que padecer la miseria”. Es caridad acompañar a una persona que sufre, y también es caridad todo lo que se realiza, aún sin tener contacto directo con esa persona, para modificar las condiciones sociales que provocan su sufrimiento. Si alguien ayuda a un anciano a cruzar un río, y eso es exquisita caridad, el político le construye un puente, y eso también es caridad. Si alguien ayuda a otro con comida, el político le crea una fuente de trabajo, y ejercita un modo altísimo de la caridad que ennoblece su acción política» (Fratelli tutti, n. 186).
Recuerdo a los empresarios su verdadera vocación: producir riqueza al servicio de todos. La actividad empresarial es esencialmente «una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos. Dios nos promueve, espera que desarrollemos las capacidades que nos dio y llenó el universo de potencialidades. En sus designios cada hombre está llamado a promover su propio progreso, y esto incluye fomentar las capacidades económicas y tecnológicas para hacer crecer los bienes y aumentar la riqueza. Pero en todo caso estas capacidades de los empresarios, que son un don de Dios, tendrían que orientarse claramente al desarrollo de las demás personas y a la superación de la miseria, especialmente a través de la creación de fuentes de trabajo diversificadas. Siempre, junto al derecho de propiedad privada, está el más importante y anterior principio de la subordinación de toda propiedad privada al destino universal de los bienes de la tierra y, por tanto, el derecho de todos a su uso» (Fratelli tutti, n. 123). A veces, al hablar de propiedad privada olvidamos que es un derecho secundario, que depende de este derecho primario, que es el destino universal de los bienes.
Invito a los sindicalistas y a los dirigentes de las asociaciones de trabajadores a que no se dejen encerrar en una «camisa de fuerza», a que se enfoquen en las situaciones concretas de los barrios y de las comunidades en las que actúan, planteando al mismo tiempo cuestiones relacionadas con las políticas económicas más amplias y las “macro-relaciones” [5]. También en esta fase histórica, el movimiento sindical enfrenta dos desafíos trascendentales. El primero es la profecía, y está relacionada con la propia naturaleza de los sindicatos, su vocación más genuina. Los sindicatos son una expresión del perfil profético de la sociedad. Los sindicatos nacen y renacen cada vez que, como los profetas bíblicos, dan voz a los que no la tienen, denuncian a los que “venderían al pobre por un par de chancletas”, como dice el profeta (cf. Amós 2,6), desnudan a los poderosos que pisotean los derechos de los trabajadores más vulnerables, defienden la causa de los extranjeros, de los últimos y de los rechazados. Claro, cuando un sindicato se corrompe, ya esto no lo puede hacer, y se transforma en un estatus de pseudo patrones, también distanciados del pueblo.
El segundo desafío: la innovación. Los profetas son centinelas que vigilan desde su puesto de observación. También los sindicatos deben vigilar los muros de la ciudad del trabajo, como un guardia que vigila y protege a los que están dentro de la ciudad del trabajo, pero que también vigila y protege a los que están fuera de los muros. Los sindicatos no cumplen su función esencial de innovación social si vigilan sólo a los jubilados. Esto debe hacerse, pero es la mitad de vuestro trabajo. Su vocación es también proteger a los que todavía no tienen derechos, a los que están excluidos del trabajo y que también están excluidos de los derechos y de la democracia [6].
Estimados participantes en los procesos tripartitos de la Organización Internacional del Trabajo y de esta Conferencia Internacional del Trabajo: la Iglesia los apoya, camina a su lado. La Iglesia pone a disposición sus recursos, empezando por sus recursos espirituales y su Doctrina Social. La pandemia nos ha enseñado que todos estamos en el mismo barco y que sólo juntos podremos salir de la crisis. Muchas gracias.
[1] Cf. «Preparedness, prevention, and control of coronavirus disease (COVID-19) for refugees and migrants in non-camp settings», Interim Guidance, World Health Organization, 17 abril 2020, https://www.who.int/publications-detail/preparedness-prevention-and-control-of-coronavirus disease-(covid-19)-for-refugees-and-migrants-in-non-camp-settings.
[2] Cf. Carta Noi rendiamo grazie del Papa León XIII a Su Majestad Guillermo II, 14 marzo 1890.
[3] Cf. https://www.wiego.org/sites/default/files/resources/file/Impact_on_livelihoods_COVID- 19_final_EN_1.pdf
[4] Cf. Care is work, work is care, Report of “The future of work, labour after laudato Si project”, https://futureofwork-labourafterlaudatosi.net/.
[5] Cf. A los participantes en el Encuentro Mundial de Movimientos Populares, 5 noviembre 2016.
[6] Cf. A la Confederación Italiana de Sindicatos de Trabajadores (CISL), 28 junio 2017.
Este mensaje fue publicado en el sitio web del Vaticano: